viernes, enero 31

Tensión eléctrica. Una madeja de cables pende del poste, conectores extraños distribuyen cierta energía que hará explotar el transformador en algún momento. El viejo de la calle hace dibujos en un manchado cuadernillo, se que dibuja porque a veces miro de reojo qué hace, nos miramos, está recargado en el poste de la energía eléctrica. Hoy no es grito sino turbio silencio, la primera lluvia del año en un puerto desértico es una maravilla pero también con el tiempo, se ha vuelto presagio. La gente dice que cuando llueve en Ensenada, los hospitales esperan a los enfermos de lluvia, en la calle todo mundo camina rápido, los carros se aprestan a pasar las avenidas medio encharcadas como si fueran a quedarse eternamente en una de ellas, condenados a no salir jamás de ese charco. Hay quienes no mandan a los niños a la escuela. Otros no van a trabajar.

Cuando llueve la noche es solitaria. Cuando llueve no puedo dejar de mirar ese poste, y al vejo de la calle; es como si en ellos se reuniera la tensión, la barba llena de piojos y el poste lleno de conexiones enmarañadas. Si llueve son más nítidas las cosas, las casa recién bañadas y peinaditas.

Me restregué los ojos. Intenté no caer. No electrocutarme. El chicoteo del cable y mi cuerpo húmedo. Desde la banqueta, la mejilla mojada, los zapatos sucios del viejo de la calle y el látigo cable me impiden moverme. A ras de suelo la lluvia, la electricidad y la tensión son otra perspectiva de la insondable capacidad del miedo.
flora calderón ruiz

La maldición

El otro día me salieron un par de incómodas alas, me di cuenta de su nacimiento mientras me bañaba, una espeluznante comezón me arrebató el placer delirante del agua reflexionando sobre la piel. Siempre quise tener alas, no con la idea de sentirrme pájaro, ni libre, ni llevar en el cuerpo un signo de diferencia. Quería alas porque sí, porque me parecía buena idea sobrevolar el puerto, y la sensación del vuelo me era una idea fantástica. Ante la incomodidad de lo que pienso ahora es un injerto fuera de tiempo, un resquicio de adolescencia, son incomodas y difíciles de esconder, no puedo andar volando por ahí como si nada, sin que al aterrizar -algo que hago tan atropelladamente, al igual que caminar...y voelar- los conocidos me miran como un ente al que dejaron de conocer, los amigos ríen, mis hijos se enfadan de la diferencia y de mi vuelo atropellado. Jamás dejará de ser cuestionado el asunto de mis alas.

Como tantos placeres practicados en la oscuridad debo volar de noche a escondidas. El estigma de: ella, la que tiene esas raras alas porque es un monster, porque quién sabe qué poderes brujeriles empleó para tener tal cosa, o quien sabe de qué quimera nació. Nada reivindica mi alado cuerpo y menos siendo un desastre volador. Como la mayoría de los defectos que tratan de esconderse, esta mañana con el dolor que provoca auto-amputarse un miembro me medio corté el ala derecha,duele cuando se mueve la raíz que la agarra a mi escápula. Nada, ahora me siento chueca, peor de diferente, adolorida, triste pero con la certeza de que jamás volveré a cortarme esos apéndices de gárgola que me han tocado por destino. Finalmente llegué a la conclusión de que si volar con alas propias es lo que hace la diferencia entre el dolor de ser o no ser y cortarse un miembro, pues prefiero seguir volando y malaterrizando que sentir ese dolor físico de la diferencia amputada.
Flora Calderón Ruiz

domingo, enero 26

Todo aquello que desata remolinos en el estómago. Que abriga sueños. Recuperarse a uno mismo cuesta trabajo cuando se ha visto cruzar la calle desde la ventana.